Rodrigo González, 2017.
Desarrollo humano y desarrollo
espiritual
Es muy importante tener
en cuenta que el ser humano se desarrolla, y por lo tanto, la espiritualidad no es algo estático, la
espiritualidad se desarrolla, pues, la espiritualidad es indisociable de
nuestra existencia humana, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, e
incluso en los procesos transgeneracionales de nuestras familias.
Kirkpatrick (2005, 1990)
ha publicado estudios longitudinales sobre la relación entre estilo de apego y
la conversión religiosa. Encontró que los que tienen un apego ansioso eran más
propensos que aquellos con un estilo de apego seguro a buscar una “nueva
relación con Dios”. Estos resultados dan apoyo a la hipótesis de compensación en
la teoría del apego: Dios sirve como sustituto de una figura de
apego y a través de la experiencia religiosa se logra reeditar dicho vínculo.
Es lógico que la
espiritualidad esté relacionada con el desarrollo psicosocial temprano, puesto
que los niños se inclinan a pensar
teleológica y dualistamente, como si fueran teistas intuitivos (Bloom, 2013; Keleman,
2004). Donde más claramente se nota es cuando los niños pequeños asignan a todo un
propósito intensional, para ellos es tan natural decir que su madre los reta
porque no quieren comerse la comida, como que el sol sale por las mañanas para
despertarlos o que se salvaron de un accidente porque “alguien” los estaba
protegiendo.
Es muy posible que tras el
dualismo y teleología de los niños se escondan procesos afectivos e
interpersonales que serán el sustrato del juicio moral en el futuro, pues todo
juicio moral tiene a la base la noción de agencia e intensión. Cuando una persona, sobre todo un infante
lleva a cabo un juicio moral suele hacerlo apelando al impacto emocional que le
causa, por ejemplo, si un acto le genera asco o siente que causa dolor se le da
intuitivamente una evaluación negativa y si genera bienestar se le atribuye una
connotación positiva. Seguidamente, el niño tenderá a justificar sus juicios recurriendo
a razonamiento moral o en su defecto a teorías morales predominantes en la
cultura del sujeto (Tobar, 2011). Aunque los mecanismos afectivos persisten
durante toda la vida, se sabe que los razonamientos morales evolucionan. Según
el modelo de Kohlberg y Ryncarz (1990) el razonamiento moral se desarrolla en cuatro grandes etapas: en el
nivel preconvencional el niño se basa en la obediencia en base a la
gratificación y el castigo; en la fase convencional el razonamiento moral se
basa en ser aceptado y el cumplimiento de normas; en la fase postconvencional
las personas se comprometen con sus propios criterios; y finalmente, aparece la
perspectiva cósmica, que se relaciona con el desarrollo de una perspectiva
autotrascendente.
Como se podrá imaginar, todo
razonamiento moral se asocia a una fe, es decir a una forma de ver al sí mismo en relación al mundo. Según James
Fowler (1995) toda persona tiene
una fe que se desarrolla en una serie de etapas. Todo comienza de una confianza
primordial no diferenciada, a partir de la cual se desarrollan tres etapas de dos fases cada una: primero,
la etapa de afiliación, que incluye a la fe intuitiva proyectiva y fe mítica
literal; segundo, la etapa de búsqueda, que incluye la fe sintética
convencional y fe individual reflexiva; y finalmente, la etapa de aceptación y
compromiso que incluye la fe conjuntiva y fe universal (Fowler, 1995). Como
predice el modelo Hall-Tonna (Elexpuru
y Bunes, 2008), el desarrollo de la visión del sí mismo en relación al mundo viene
acompañado por un cambio de valores y habilidades.
Los modelos
estratificados en etapas o fases han sido fuente de controversia pero dado que
resultan tan ilustrativos aun gozan de buena acogida. Mientras Wilber (1999)
sigue defendiendo los modelos escalonados, Ferrer (2003) ha criticado su
pretensión universalista, proponiendo un modelo donde distintos cursos de
desarrollo conducen a diversar riveras de una mismo océano. Washburn (1999) propone
un modelo cíclico donde el Yo necesita subir la escalera para reprimir su
fuente primordial y luego bajar para que el Yo se reintegre con su fuente
primordial de energía vital. Y Fowler (1995) opina que la fe se desarrolla como
una espiral que oscila entre transformación, regresión y conversión, y que la
escala con etapas solo reflejan un patrón general, pero que a nivel personal
los procesos son oscilantes. En cierto modo el modelo de Fowler resume todos
los otros, puesto que Wilber enfatiza la transformación, Washburn la regresión
y la conversión presupone la existencia de vías paralelas similares a las
propuestas por Ferrer.
El
rol de las necesidades en el desarrollo humano
Dejando de lado por el
momento esta debate, es importante comprender la interrelación de procesos que
se esconden tras estas etapas. Ya hemos explicado que las interacciones
interpersonales se asocian a estados afectivos de bienestar o malestar por
medio de atribuciones de agencia e intencionalidad. Más adelante vemos que
estas preferencias pueden integrase en la identidad tanto cognitiva como
emocionalmente, en medida que las condiciones biológicas se interpretan en un
marco cultural e histórico determinado. Por esto, los valores han de entenderse
como los criterios socialmente construidos que abstraen ciertos hábitos
requeridos para satisfacer distintas necesidades. Por lo tanto, para entender
el desarrollo humano es esencial comprender la dinámica entre necesidades que
se esconden tras el desarrollo de valores.
En términos muy amplios, las
necesidades se pueden clasificar en tres grandes tipos: las necesidades de
deficiencia, las necesidades de crecimiento y las necesidades de trascendencia
(Maslow, 1971; 1964; 1954). Otra forma de diferenciar las necesidades es el
origen de las mismas, en este sentido, se pueden diferenciar tres grandes
tipos: Las necesidades fisiológicas, las psicológicas orgánicas, las adquiridas
o sociales, las biosociales y las meta-necesidades sistémicas (Reeve, 2010). Sin
perjuicio de que estas categorías sean correctas o erradas, es importante comprender
que las necesidades se dan, por lo general, al mismo tiempo, son
interdependientes y es a veces difícil distinguirlas unas de otras; y por ello,
deben entenderse las necesidades como un sistema integrado dinámicamente. Existen
diferentes maneras de integrar dinámicamente las necesidades. Por ejemplo, se
puede entender que unas necesidades están asociadas a otras en los recuerdos y
se activan juntas ante los mismos estímulos, como decían los conductistas; se
pueden entender algunas como medios para conseguir la satisfacción de otras, como
diría Santo Tomás; se puede entender que las necesidades están jerarquizadas
así como planteaba Maslow; o pueden organizarse en polaridades opuestas y complementarias
como lo planteaba Jung. De hecho, estas posturas son complementarias, las
personas por lo general tiene una jerarquía de necesidades, algunas más
importantes que otras; las de mediana importancia son vistas como medios para
la satisfacción de las más importantes; y también, en algunos casos, las menos
importantes se perciben como opuestas a las más importantes, por ejemplo, se
puede percibir a la autonomía como opuesta a la conformidad, o el poder opuesto
a la bondad (Schwartz, 2012). Además, no todas las necesidades emergen en todo
momento (las necesidades fisiológicas se activan ante señales propioceptivas,
las necesidades sociales se activan antes señales sociales), cuando las
necesidades de deficiencia se activan cambia momentáneamente el orden de
prioridad de las necesidades, luego de lo cual tienden a reorganizarse de forma
más o menos igual a como estaban antes de que se activaran. La necesidad de
trascendencia trabaja como un regulador de las otras necesidades, en caso de
ser de una importancia mayor que las otras. Habiendo explicado todo esto,
resulta lógico que el desarrollo humano siga un orden: que las necesidades de
trascendencia sean posteriores a las de deficiencia y crecimiento, y que las
necesidades fisiológicas y orgánicas predominen en etapas tempranas de
desarrollo, puesto que las necesidades sociales solo se desarrollarán en tanto
aumente la interacción social.
El
rol de las habilidades en el desarrollo humano
Pero son las habilidades
las que en verdad determinan el paso de unas etapas a otras, puesto que son
estas, en la práctica, las que permiten la realización de los valores, y sin
ellas las dinámicas motivacionales quedan restringidas a la satisfacción de
necesidades de deficiencia. Luego de desarrollar una confianza básica, se
necesita el desarrollo de habilidades instrumentales que permitan un adecuado
desenvolvimiento en el medio; una vez que el niño aprende a manejarse en el
mundo, requiere desarrollar habilidades sociales que le permitan integrarse
participativamente al funcionamiento del sistema social, de ahí en adelante
habrá de aprender a trascender sus propias necesidades y a imaginar nuevos
mundos y formas de vida que le permitan involucrarse en procesos
macrosistémicos cada vez más amplios (Elexpuru y Bunes, 2008).
A comienzos del siglo XX se
impulsó el concepto de coeficiente intelectual. En los 90, Goleman popularizó
la inteligencia emocional. Gardner (2000) no tardaría en incorporar la
inteligencia espiritual a su teoría de las inteligencias múltiples. Al tiempo otros
autores (Zohar y Marshall, 2000; Vaughan, 2002) se encargarían de sistematizarla.
Haciendo un análisis rápido, resulta evidente que la inteligencia espiritual
está relacionada con las habilidades imaginativas y sistémicas, y que las
habilidades instrumentales e interpersonales se relacionan con el CI y la IE
respectivamente.
El rol de las relaciones en el desarrollo
humano
Como ya se ha aventurado
en varias ocasiones, el desarrollo espiritual implica transformaciones en la
personalidad que involucran niveles de organización y complejidad sistémica
cada vez más amplios. El desarrollo de habilidades no proviene de la nada, sino
de una particular forma de relación con el mundo. Todo desarrollo espiritual es
un co-desarrollo, que se encuentra implicado en nuestras relaciones
interpersonales (Leary, 1957). Son los patrones relacionales los que explican el
surgimiento de unos valores u otros, por ejemplo: el estilo de crianza
autorizativo se asocia a valores de autotrascendencia; estilos autoritarios a valores
de hedonismo y estimulación; y el estilo negligente a valores de conformidad (González,
2012).
La
familia, siendo el principal ente socializador merece un análisis más
detallado. Hellinger (2004) se dio cuenta que muchos de los sentimientos que
experimentaban sus pacientes se correspondían con patrones vinculares
transgeneracionales y que el bienestar de sus pacientes dependía de que dicho
sistema familiar funcionara según cierto orden. En cierto modo, la familia
tiene su propio vital y los individuos son solo parte del ciclo vital de sus familias.
Por ejemplo Carter y McGoldrick (1980) proponen un ciclo de seis etapas: 1.
Entre dos familias; 2. La unión de dos familias; 3. La familia con hijos
menores; 4. La familia con adolescentes; 5. La partida de los hijos; y 6. La
familia en su última etapa. Entender que la familia como un todo tiene un
propio ciclo de vida, permite estudiar la familia desde un enfoque
transgeneracional que refleja complementariedades recíprocas entre las tares de
desarrollo de las distintas generaciones.
Podemos extrapolar lo que
ocurre en la familia a escalas aun mayores, como una escuela, una ciudad, una
nación o incluso, como afirma la Declaración Universal de Derechos Humanos,
insertarnos a todos dentro de una gran familia humana.
Hellinger explica que tras la constelación familiar descubrió que todo sistema
tiene una Fuerza Creativa que engloba a todos los participantes, una especie
conciencia común que mantiene en movimiento a todo lo demás y lo condiciona.
BIBLIOGRAFÍA
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