Rodrigo González, 2017.
ESPIRITUALIDAD DESDE LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL Y
LINGÜÍSTICA
Como ya se explicó la
espiritualidad se desarrolla, pero no lo hace en el vacío, sino en cierto
contexto cultural, por lo tanto, si queremos estudiar con seriedad temáticas
espirituales no podemos eludir una comprensión profunda de sus bases
antropológicas.
La antropología social
surgió cuando algunos europeos comenzaron a analizar sistemáticamente los
mitos, símbolos, y ritos, recopilados por exploradores y misioneros al entrar
en contacto con los nativos de América, Africa, Oceanía y Asia. Del encuentro
entre distintas cosmovisiones, surgió también la necesidad de traducir y por
tanto el estudio de los símbolos. De manera que la antropología social y la
lingüística han estado unidas indisolublemente desde el comienzo.
En términos muy
generales, las corrientes antropológicas pueden ser clasificadas en dos grandes
tendencias: el universalismo evolucionista y el contextualismo. Mientras que el
universalismo evolucionista hace énfasis en la primacía de estructuras innatas,
los contextualistas coinciden en que el simbolismo no puede ser universal,
puesto que no tienen significado por sí mismos al margen de su contexto
(Jakobson, 1956).
El contexto puede
entenderse como situación (circunstancias biológicas, psicológicas y sociales
en que se desarrolla la comunicación) o
como referente (contexto al que se refiere el emisor). En base a esta
distinción, se distinguen dos grandes tendencias contextualistas: los modelos
que consideran el simbolismo religioso como una proyección funcional de
necesidades materiales y los modelos que
describen una relación dialéctica entre los símbolos y las interacciones
sociales. Y aunque son modelos complementarios, existe un debate entre ambas
posturas
El universalismo evolucionista
Podemos localizar el
inicio de la lingüística en los estudios comparativos sobre las recurrencias y
convergencias entre las lenguas romance y el sánscrito. Tiempo después,
Ferdinand de Saussure (1913) inaugura el estudio del estructuralismo, al
establecer una distinción entre significado y significante como constituyentes
del signo. El autor supuso que todas las expresiones culturales son reflejo de
una estructura semiótica universal y que las formas variables de una cultura
son meras contingencias. Saussure explicaba que el lenguaje tenía un eje del
sincrónico (el lenguaje en un momento dado comparado con otros) y otro
diacrónico (el lenguaje estudiado en su progresión histórica), a través de los
cuales intentaba buscar convergencias y divergencias, y a partir de ellas,
deducir estructuras profundas.
En el eje sincrónico,
James Frazer (1922) contrastó creencias mágicas y religiosas de todo el mundo. Creyó
descubrir un tópico universal sobre el sacrificio como origen de lo sagrado, en
el cual, explícita o simbólicamente, se daba la muerte y posterior
resurrección.
Lévi-Strauss (1995) también aplicó el
estructuralismo al estudio de las culturas, para desvelar regularidades tras la
variedad de ritos, mitos y reglas de parentesco. Lévi-Strauss descomponía los
mitos en una serie de mitemas
(elementos estructurales y universales de los mitos) que se ensamblan con otros
mitemas en diversas formas en distintas culturas. Por ejemplo, Lévi-Strauss
estudió elementos comunes que determinan la eficacia de la magia alrededor del
mundo, definiendo que “la creencia del hechicero en la eficacia de su
técnica, la creencia del enfermo en el poder del hechicero, y las creencias de
la comunidad” forman una especie de campo de gravitación en cuyo seno se sitúan
las relaciones entre el mago y los hechizados. Lévi-Strauss intenta demostrar
que estas recurrencias simbólicas tienen eficacia cotidiana que se condicen con
reacciones psicofisiológicas, así como ocurre en el psicoanálisis y en otras
técnicas alrededor del mundo.
Este tipo de análisis
llevó a varios investigadores del campo transpersonal a concluir que existirían
una filosofía perenne, un conjunto universal de verdades y valores comunes a
todos los tiempos y culturas, y que se descubre al estudiar las estructuras
subyacentes a todas las religiones, especialmente las corrientes mistéricas. El
dicho “Dios es el mismo en todas las culturas solo que con distinto nombre”
proviene de este pre-suposición.
En el eje diacrónico,
Tylor (1981) observó que los sistemas culturales se desarrollaban en tres
fases, comenzando por la magia primitiva, pasando por la religión monoteista,
hasta llegar a la ciencia. Tylor, creía que estas tres etapas responden a un mismo mecanismo
cognitivo, esto es, el esfuerzo del ser humano por dar explicación a lo que
ocurre en sí mismo y su entorno. El tema es que para Tylor los salvajes no lograban
distinguir entre los componentes subjetivos (lo imaginario, lo onírico, los
procesos primarios, etc.) y la “realidad”, y por lo tanto, atribuía a sus
experiencias internas un estatuto ontológico erróneo. De ahí surge la forma más
primitiva de religión, esto es, la creencia en “seres sobrenaturales”. Como se aprecia, Tylor estableció una base
evolucionista de las facultades cognitivas, que tuvo una importante repercusión
en el estructuralismo, el psicoanálisis y en la antropología cognitiva
evolucionista.
El evolucionismo supone
la existencia de ciertas estructuras cognitivas que se encuentran a la base de
todo acto simbólico, dando un sentido de continuidad entre las diversas etapas
culturales. Esto parecía ser solo especulación, hasta que Chomsky (1965)
descubrió la existencia de una gramática
generativa innata, que se encuentra implícita en todo lenguaje, estas
estructuras profundas constituye una base simple a partir de las cuales se
pueden desarrollar las transformaciones que dan cuenta de las más diversas
manifestaciones culturales. En función de esto, se describe una serie de
sistemas modulares de entrada que se encuentran a la base de nuestro lenguaje,
cognición y cultura. Cada modulo mental genera un esquema inferencial mediante
procesos heurísticos sobre un tipo específico de información (Fodor, 1986). A
medida que el programa minimalista de Chomsky (1995) se desarrollaba, el
funcionamiento modular de la mente fue inundando esferas más amplias de la
existencia humana, existiría una gran cantidad de módulos y módulos de módulos,
etc. Todo módulos tiende a la eficacia (a minimizar su esfuerzo y maximizar sus
efectos), aumentando la relevancia de la información procesada mediante una
inferencia de implicatura, es decir, que tanto afectaría dicha información la
representación del mundo. El sujeto considera relevante un hecho a medida que
infiere en él una intensión comunicativa ostensible, de manera que todo acto
inferencial pasa en cierto modo por la construcción de una teoría de la mente,
es decir la atribución de agencia e intensionalidad a los fenómenos (Sperber y Wilson, 1995; Sperber,
1994).
Pascal Boyer (2002) cree
que las creencias religiosas pueden ser entendidas como un epifenómeno del
funcionamiento cognitivo modular. La agencia es el fundamento de las relaciones
sociales y la personalidad. El individuo realiza constantemente un esfuerzo por
atribuir agencia e intensionalidad
a los fenómenos, y cuando algunos de ellos desafían el conjunto más estable de
creencias y expectativa, dichos fenómenos son considerados contraintuitivos o
sobrenaturales. De la misma forma que un nativo en la selva recurre al módulo
que reconoce rostros y para rastrear posibles indicios de un depredador, cuando
un hombre escucha un sonido extraño en una casa misteriosa puede pensar que se
trata de un espíritu penando. Además, como los hechos contraintuitivos resultan
emocionalmente perturbadores, adquieren cierta saliencia por sobre los
fenómenos intuitivos.
Como explican Lawson y
McCauley (2002), aunque se ha logrado explicar el origen de nuestras creencias
religiosas más básicas, se ha dicho muy poco sobre la comprensión de los actos
rituales más complejos. Ya se sabe que los ritos permiten al hombre religioso
gestionan las emociones disruptivas causadas por los fenómenos contraintuitivos
dándoles un sentido existencial. Pero si le preguntamos a quienes participan en
los rituales, cuál es el significado del rito, es muy probable que no lo sepan,
que apelen a alguna autoridad, a los antepasados o simplemente le atribuyan
significados muy distintos. Tal parece que un rito, puede, hasta cierto punto,
realizarse al margen de su significado oficial, apelando meramente a su
sintaxis y operatividad, recordemos que el lenguaje puede referirse a algo, o
puede ser un acto por sí mismo, al margen de un referente, como se da en los
actos ilocutivos (Austin, 1982). De hecho, muchas veces, la atribución de
significados rituales solo es fruto de la sofisticada especulación teológica
entre una élite intelectual. Por lo tanto, es necesario recurrir a un nivel más
concreto de representación modular, llamado "sistema de representación de
la acción” para explicar este fenómeno (Lawson y McCauley, 2002).
Este sistema de representación de acción, define la
efectividad del ritual, al distinguir entre agentes activos y pasivos que
participan del rito, en base a una serie de presunciones. Por ejemplo, en un
bautismo, entendemos que el sacerdote realiza el bautismo al bautizado, en
presencia de una serie de asistentes, porque suponemos una serie de
características formales que determinan la eficacia del ritual, se supone por
ejemplo que el sacerdote se encuentre consagrado y que el agua esté bendita. Si
entendemos que todo acto es realizado por un agente y si asumimos que los ritos
religiosos son acciones, entonces podemos interpretar la realización de un rito
religioso como un acto atribuido a un agente sobrehumano. Como se explicó, todo
acto ritual se interpreta en presencia de ciertas condiciones de acción, a la
vez, la realización de rituales anteriores legitima el rendimiento de los ritos
posteriores, aveces, se puede establecer una larga concatenación de ritos
religiosos a lo largo de la historia, pero en un punto las representaciones
rituales encadenadas apelan al agente sobrehumano del cual se derivan su
eficacia, de otro modo el rito queda deslegitimado. Dentro de la cadena,
mientras más cercano sea el rito al agente causal, mayor será su profundidad y
centralidad estructural en el sistema religioso. Por lo tanto, es de esperar
que exista una actitud más diversa y tolerante respecto a los ritos
periféricos, pero una mayor resistencia al cambio en los ritos centrales (Lawson
y McCauley, 2002).
Lamentablemente la
aproximación de Tylor, Boyer y compañía terminan en un colapso argumental cuando
tratan de definir lo sobrenatural (Cornejo, 2010). Si la inferencia de agencia
e intensionalidad es un mecanismo común a todo fenómeno (sea este intuitivos o
contraintuitivos / profanos o sagrados), podemos tomar dos caminos
argumentales: o todos los fenómenos pueden considerarse sobrenaturales, o todo
fenómeno es natural, pues no tenemos ningún punto de referencia para
distinguirlos más que el mecanismo que es común a ambos. El problema de
considerar a todo como sobrenatural, es que esto nos lleva a ontologizar los
fenómenos subjetivos, pero si consideramos que todo ente es natural, entonces
la existencia de los fenómenos queda suspendida hasta una posterior
comprobación empírica y contrastada, echando por tierra la supremacía
etnocéntrica del universalismo. De hecho, si llevamos el estructuralismo hasta
sus límites, y comparamos ciencia con religión, nos damos cuenta que ambas son
muy similares, son sus teorías las que establecen como interpretar los datos y
cuando rechazar la evidencia, por lo tanto, las concepciones sobre los natural
y sobrenatural no son resultado directo de las evidencias, sino de los mitos
que subyacen a ellas (Feyerabend, 2013).
Contextualismo proyectivo
La teoría proyectiva es
una especie de universalismo moderado, pues asume igualmente la existencia de
estructuras profundas, pero cree que se manifiestan en diversas formas en
distintas condiciones materiales, de manera que estudia el simbolismo
poniéndolo en su respectiva perspectiva histórica, política y económica, por lo
mismo, se dedica a estudiar principalmente el lenguaje público (escrituras,
ritos y discursos), dando menor importancia a la experiencia fenomenológica o
subjetiva.
Veamos como comenzó esta
corriente teórica. Resulta que tras el ideario ilustrado, el cuestionamiento a
la jerarquía de la iglesia católica y la legitimidad del orden social, indujo
una serie de revueltas. Paralelamente, este clima efervescente generó una
reacción conservadora. De ambas visiones, la crítica y la conservadora, se
comenzó a interpretar el simbolismo religioso como una proyección funcional de
necesidades materiales.
Feuerbach (2013), el
precursor de la teoría de la proyección, plantea que el humano al ver
frustradas sus necesidades, se aliena, proyectando en un ser idealizado sus
propias aspiraciones realizadas. De ahí que Dios cobra sentido como respuesta
al sufrimiento, encontrando en esta figura el refugio y aliciente requerido
para seguir adelante a pesar de la adversidad. No obstante, el ser humano
olvida el significado de lo que ha construido, para finalmente perder su
identidad bajo un torbellino de símbolos.
Durkheim (1912) estudió
cómo a partir de las religiones primitivas se lograba construir un orden social
determinado. Observó que eran las propias sociedades las que definían ciertas
cosas como religiosas y otras como profanas, por ejemplo, los clanes tenían una
religión primitiva llamada totemismo, en el que se deificaba a plantas y
animales, y a partir de esta veneración se constituía una representación
colectiva de su vida cultural. Finalmente, llegó a la misma conclusión que
Feuerbach, la sociedad y la religión eran un mismo fenómeno, la religión era el
modo en que la sociedad se proyectaba a sí misma bajo la forma de un hecho
social no material, en torno al cual toda la estructura social podía
organizarse. Por tanto, habría tantas religiones como formas de organización
social.
Freud (1913; 1939),
recoge esta concepción sobre la religión como proyección que alivia el
sufrimiento pero la comprende desde un prisma evolucionista-universalista, y le
llama mecanismo de defensa. Para Freud, sobre todo en su última etapa, el tema
de la añoranza del padre en la religión se vuelve un argumento recursivo. Según
el Mito de la Horda Salvaje: el padre de la horda es representado como una
fuente inalcanzable de poder, que le permitía proteger al clan, y, al mismo
tiempo, gozar sexualmente de todas las mujeres del grupo. Causando
insoportables sentimientos de odio, temor y adoración, que llevan a la horda a
asesinar y devorar colectivamente a su padre. Pero los sentimientos de culpa inundan a la horda, quienes pactan la “ley de prohibición el incesto” para no
volver a caer nunca en la barbarie, y consecuentemente, el padre vuelve a la
vida en el interior de cada uno de los miembros, es decir, se interioriza la
imagen del padre como origen del orden social del grupo, quien mediante la
asunción de normas garantiza la protección de la cultura. El Complejo de Edipo
y el Mito de la Horda Salvaje desconcertaban a la antropología ¿Acaso se trataba
de una estructura profunda universal?
A partir del trabajo de
campo, Malinowski (1948) comenzó a cuestionar la pretendida universalidad de
los complejos psicológicos, revelando que las instituciones en que se
satisfacen las necesidades individuales difieren según la cultura. La teoría
funcional de Malinowski se sostiene sobre una clasificación jerárquica de
necesidades, donde las necesidades más abstractas trabajan en función de las
más concretas: la satisfacción de las necesidades psicobiológicas amerita la
creación de necesidades institucionales como un medio para satisfacer a las
primeras, y las necesidades simbólicas integradoras permiten transmitir las
formas institucionales más adecuadas para satisfacer las necesidades
psicobiológicas. Malinowski, encuentra que distintos sistemas simbólicos, como
la ciencia, la magia o la religión se encuentran presentes hasta en las
sociedades nativas más apartadas. En el plano científico, los pueblos
originarios conocían muy bien los ciclos de la naturaleza, la botánica, la
astronomía y otras áreas del saber. En cambio, cuando necesitaban resolver un
problema concreto que rebasaba su racionalidad recurrían a la magia y apelaban
a la religión en búsqueda de un consuelo que le diera un sentido existencial a
la muerte de un ser querido.
Como se ve, a diferencia
de Durkheim, para Malinowski la cultura funciona para satisfacer necesidades de
las personas y solo segundariamente, las
necesidades de la sociedad en su conjunto. Pero independiente de la primacía
social o individual, en ambos casos, los sistemas culturales se desarrollan en
función de los medios de producción, en Durkheim la anomia se da en función de
la división del trabajo (Merton, 1934), y en Malinowski en función de la
satisfacción de necesidades psicobiológicas
(Malinowski,
1948). Es decir, esta teoría se sustenta en una especie de materialismo
cultural, donde la intraestructura étic determina la estructura étic, y estas,
a su vez, determinan las superestructuras émic (Harris, 1982). Y por tanto, nos
conduce a una interpretación de los símbolos religiosos en el marco pragmático
correspondiente, es decir, el contexto situacional, las circunstancias en que
se emite el mensaje.
Desde la perspectiva
contextual materialista, Gavin Flood (1999) se ha dedicado a estudiar los
símbolos contenidos en los textos y prácticas religiosas, en el marco de los
procesos históricos, las fuerzas políticas y económicas. Según argumenta, es la
coincidencia entre la experiencia micro y los procesos macro históricos, lo que
permite la trascendencia histórica. Y por lo tanto, las nociones religiosas no
pueden entenderse al margen de su función social, por ejemplo, no puede
comprenderse el nirvana en el marco del cristianismo, ni puede entenderse la
theosis en el marco del budismo. De modo que no tiene sentido hacer
comparaciones para extraer de ellas una estructura universal, como pretende el
estructuralismo o el psicoanálisis.
El problema del
proyectismo materialista es que cae en la misma trampa que el evolucionismo
cuando intenta definir lo sagrado, por ejemplo: Durkheim (1912) entiende la
religión como la forma en que la sociedad se representa mediante un hecho
social no material, desempeñando una importante función en la “cohesión
social”. Pero ¿Qué hecho no es material? Pues el conjunto unificado de
creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas, diría Durkheim. Pero ¿Qué
es lo sagrado? Aquello que marca una diferencia con lo profano, responde. Pero,
y si lo religioso tiene su impronta en la sociedad, es decir en lo profano,
¿Cómo puede lo sagrado constituirse como algo distinto de aquello que lo
proyecta?, ¿Acaso no lo proyecta? Por
consecuencia, o la sociedad, en su conjunto, es un hecho religioso material (la
sociedad es sagrada) o la “sociedad” es una representación, y queda suspendida
su comprobación como hecho hasta contraste empírico, luego ¿Cómo puede
experimentarse empíricamente un hecho subjetivo sino viviendo dicha
espiritualidad desde una perspectiva émic?
Contextualismo simbólico y translingüística
A pesar de tener la misma
preocupación que Durkheim, sobre el vacío moral, Tocqueville desarrolló un
sistema teórico bastante distinto, basado en la crítica al movimiento
secularizador, es decir, objetó la concepción del desarrollismo-democrático como
la nueva religión. Tocqueville
(1840) creía que las sociedades secularizadas, al concentrar su interés en las
riquezas y el bienestar material,
terminaría degradando la libertad
humana, al hacerla esclava de la satisfacción de los deseos. Por otra
parte, el culto democrático a las mayorías, volvería a los sujetos más
influenciables, transformándolos en presas fáciles del autoritarismo.
Tocqueville creía que las superestructuras, no eran solamente una proyección de
intereses materiales, aun más, estimó que la religiosidad podría asumir un rol
protagónico en las sociedades democráticas. Ya que la religiosidad ofrece una
base moral firme que protege al sujeto, afianzándolo a un conjunto de creencias
y costumbres que mantienen cohesionada a la sociedad. Y a la vez, satisface la
necesidad de trascender los meros intereses personales, dándole, de esta
manera, sentido a la vida. Es decir, la religiosidad, al orientar con una serie
de valores, libera a sus practicantes, haciéndolos menos volubles ante las
oscilaciones de la opinión pública y los dictamines de un dictador que desee
restringir su libertad.
De igual manera, Weber desarrolló sus ideas en el
sentido contrario que el materialismo, centrándose en cómo los sistemas
religiosos han influido en el espíritu -el ethos- de los sistemas económicos.
Manifestó, por ejemplo, que el auge del protestantismo ascético promovió el
espíritu capitalista o como el hinduismo ha promovido el desarrollo de una
economía simple estratificada por castas, atrasando el auge del capitalismo en
India. Weber pretende descubrir relaciones complejas y dialécticas entre
distintos ámbitos del acontecer humano, demostrando que la religión no es solo
un inductor de orden social sino también una fuente de innovación y dinamismo
cultural. Weber considera el universalismo como una “impresión”, luego lo pone
como punto de comparación (tipo ideal) con otras culturas, para comprender como
cada acción social se da según una racionalidad o sentido de acción distinto, dado en un contexto simbólico construido en condiciones históricas y
circunstanciales particulares (Weber, 1905; Weber, 1999).
A las superestructuras
religiosas no les conciernen solamente el más allá, sino también al mundo
secular, los distintos sistemas culturales –con sus respectivas
representaciones del mundo, valores y estilos de vida- entran en interacción
unos con otros por el dominio en
las distintas esferas de la vida, llevando a la esfera dominada al campo de lo
“ilegitimo” (Gutierrez, 2006).
Un ejemplo del dominio de
una racionalidad la encontramos en aquel tiempo en que primaba la autoridad
tradicional, entonces, el primitivo creía que debía valerse de magia para
controlar una naturaleza poblada por espíritus. En dicho tiempo no existía
ninguna noción de “más allá” o de algo “sobrenatural” (Weber, 1999).
En aquellas épocas se
celebraban fiestas rituales, orgías y otro tipo de ceremonias colectivas, donde
se discriminaba a quienes estaban enfermos o atribulados, con el objeto de
legitimar la autoridad tradicional. De forma espontánea, los excluidos
comenzaron a organizarse en torno a autoridades carismáticas como el curandero,
el héroe guerrero o el profeta para obtener la salvación, entrando en
confrontación con las autoridades tradicionales. Paulatinamente, en torno a las
comunidades religiosas, comenzaron a edificarse formas racionales de explicar
el sufrimiento, el espíritu revolucionario de las religiones mesiánicas
necesitaba legitimar un poder superior a este mundo para justificar su
liberación del poder tradicional, así la teodicea condujo a una desvalorizaban
el mundo terrenal y una exaltación de la trascendencia divina. Con esto, la
autoridad carismática devino en ser sobrehumano o emisario de dios, ante el que
el atribulado podía liberarse del peso de sus pecados, así el pecado perdió su
carácter de ofensa mágica. Weber se concentró en las grandes teodiceas, como la
doctrina del Karma y la predestinación del puritanismo ascético. Gracias a las
teodiceas las religiones alcanzaron un alto nivel de racionalización, donde las
autoridades podían orientar a sus súbditos de acuerdo a sistemas de valores (Weber, 1999).
Dentro de esta nueva
religiosidad racionalizada, se constituyen dos grandes medios para salvar el
abismo abierto entre lo profano y lo sagrado: una consiste en guiarse según fundamento
o un código legal de carácter público (un conjunto de mandamientos divinos), la
otra por medio de un contacto psicológico y privado con lo divino, mediante el
misticismo (Weber, 1999).
Esta situación comenzó a
variar cuando algunos movimientos espirituales orientaron sus valores a la vida
práctica, especialmente determinados valores puritanos, como el enriquecimiento
como signo de gracia divina y el trabajador como un instrumento de dios, se
volvieron esenciales para la sociedad burguesa. El puritanismo promovió valores
que podían realizarse en el mundo, pero las riquezas y el poder se volvieran
irresistibles para el hombre. Si para el puritano, la preocupación por la
riqueza no pesaba sobre los hombros de sus santos más que como un manto sutil que
en cualquier momento se puede dejar, para el hombre moderno el manto sutil se
ha transformado en una jaula de hierro, que pone al ser humano bajo un
gigantesco aparato de dominación que amenaza su libertad. La nueva burocracia
hierocrática impone una visión de mundo donde no existen poderes ocultos y todo
puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión, en esto consiste el
desencantamiento del mundo (Weber, 1905; Weber, 2012).
Pero aunque la magia y la
religión se hayan deslegitimado, nada impide que siga su corriente subterránea;
como explica Weber (2012): “aquellos innumerables dioses de la antigüedad, que
fueron desmitificados, se encuentran ahora transformados en poderes
impersonales, que se levantan de sus tumbas dispuestos a dominar nuestras existencias
y siguen su incesante combate entre ellos”. Según Erich Fromm (2008), la cultura moderna ha cubierto con un barniz
de bondad la idolatría al dinero, el poder, el éxito. Bajo la influencia de estos lobos vestidos de
oveja, el ser humano teme a la libertad, transformándose a sí mismo en un bien
de consumo y un consumidor eterno. A partir de ese momento, el hombre se
transforma en un autómata, que sintiéndose ajeno a sus propias obras, vacía su
subjetividad y se aísla en su soledad. Al mirar hacia atrás, vemos que el
humano se ha vuelto vulnerable frente a cualquier doctrina autoritaria (note
que ante el diagnóstico de Fromm, es anticipado por la predicción de
Tocqueville).
Como explica Fromm (2008)
el hombre no es libre de elegir entre tener o no ideales, pues necesita de
ellos para darle sentido a su vida, pero es libre de elegir entre adscribirse a
formas autoritarias o liberadoras de religiosidad. La religiosidad liberadora
promueve el desarrollo del juicio crítico, del amor maduro y la libertad. En
cambio, la religiosidad autoritaria se alía con el poder secular, para promover
la sumisión a poderes “superiores”. En símil, el movimiento libertario en
latinoamerica (Dussel, 1993; Hinkelammert, 2012), explica que la religión
organizada ha dado paso a una forma de trascendencia inmanente o secular, que
asume dos formas de espiritualidad: la espiritualidad liberadora que establece
a lo humano como criterio de lo sagrado, desde el momento que se asume que Dios
se hizo hombre; por otro lado, emerge una forma de espiritualidad fetichista,
que establece a la utilidad material (poder y dinero) como criterio de lo
sagrado.
Son múltiples los signos
de que el mundo se está re-encantando, muchos autores lo mencionan
(Hinkelammert, 2012; Maffesoli, 2002; Landy y Saler, 2009; Eliade, 1981;
Berger, 2008; Luckmann, 1973; Descola, 2011, Cornejo, 2013; Kepel, 1991;
Woodhead y Heelas, 2008; Ferrer y Sherman, 2008: Dockendorff, 2003; Capra,
1999), todo indica que estamos en presencia de un nuevo espíritu de los tiempos.
La espiritualidad tiene
una insinuación oculta en muchas de las expresiones culturales postmodernas y
transmodernas, solo por nombrar algunos ejemplos: El arte se he transformado en
una forma de redención intramundana frente al racionalismo; el cine y el cómic
siguen la estructura de la épica legendaria llena de actos mágicos y héroes;
los conciertos de pop, rock y folk simulan multitudinarios cultos repletos de
simbolismo religioso; las relaciones erótico-amorosas imitan el entusiamo
místico donde los amantes unen sus almas en un todo y el desnudismo sigue la
clásica nostalgia por la edad de oro; el psicoanálisis simula procesos
iniciáticos que descubren la mitología oculta en las tinieblas del
inconsciente; la ciencia y las ideología políticas calcan los meseanismos
apareciendo como una “redención” frente a las supersticiones e injusticias; los
cyborg y la ingeniería genética nos recuerdan los golem y nos hace sentir como
dioses creadores de vida; la celebración del año nuevo y los cumpleaños son una
vestigio del mito del eterno retorno; los juegos olímpicos y los ejercicios
militares nos recuerdan la titanomaquia; el cuidado del medioambiente nos
retrotrae al culto a Pachamama y la defensa de los derechos de los animales nos
devuelve al animismo que considera a todos seres vivos como nuestros hermanos.
Eso sin mencionar el salto a la esfera pública de los fundamentalismos, los
movimientos carismáticos, los inumerables nuevos movimientos espirituales, y el
auge de la medicina alternativa, la educación holística, la psicología
transpersonal, la biología de sistemas, la física cuántica y tantos otros
fenómenos que mencionamos en el presente libro.
Por medio de estudios
etnográficos, Franz Boas (1911) llega a la conclusión que no hay razas
culturalmente puras o intrínsecamente superiores a otras, la cultura es plural
e histórica, cada cultura constituye un modo integrado de vida, por lo tanto,
requieren para su comprensión una perspectiva que comprenda la cultura desde
sus propios parámetros, evitando así caer en una perspectiva etnocéntrica. El
lingüista Kenneth Pike (1967) explica que cuando se intenta comprender el
lenguaje de otra cultura puede hacerse desde dos perspectivas: la fonémica o
estudio subjetivo de los significados y la fonética o estudio objetivo de los
sonidos. Pike cree que la perspectiva émica solo puede ser descrita por locutores nativos puesto que solo
ellos comprenden dichos significados en sus respectivos contextos.
Por ejemplo, ¿cómo
interpretamos el arte rupestre dispuesto en el complejo Pica-Tarapacá? Puede
que se trate de una señalética que marque las vías de una compleja red de intercambio,
puede que sean resultado de la acción acumulativa de una serie de cultos
rituales donde los caravaneros reflejaban sus sueños, o podemos interpretar
dicha iconografía como un medio de diferenciación social y étnico. Sin embargo,
estas son solo interpretaciones étic, solo el nativo que las haya dibujado nos
podrá dar una interpretación más fidedigna de su significado.
Toda acción comunicativa se
orienta a un fin, muchas veces se estructura según toda una variedad de
funciones, pero los signos no se organizan solo en función de factores
materiales (étic), sino también en función de otros elementos del mismo acto
comunicativo, así podemos hablar de: la función expresiva, poética, apelativa,
fática, metalingüística y referencial (Jakobson, 1974). En la sección anterior
ya hemos explicado la contextualización desde una perspectiva materialista
(étic), de manera que nos queda explicar la contextualización dentro de un
marco simbólico, entendiéndolo los signos como parte de un referente lingüístico.
Desde Saussure se distingue una dimensión horizontal y otra vertical del
lenguaje, son dos formas de establecer relaciones entre los elementos
lingüísticos, me refiero a las: relaciones sintagmáticas y relaciones
paradigmáticas (Merrell, 1990). Como consecuencia, para construir un mensaje se
deben realizar dos contextualizaciones referenciales paralelas, la selección o
sustitución de palabras y la combinación o contextura de los signos. Las
palabras se seleccionan según el grado de similitud de sus elementos, en
cambio, los elementos de un contexto se disponen según su contigüidad
(Jakobson, 1956). Si no fuera por los neologismos y los extranjerismos, los idiomas
serían un sistema cerrado de signos,
por lo tanto, los códigos imponen limitaciones estructurales a los elementos
seleccionados para adaptarse al referente. En torno a esto, Jakobson (1956; 1963)
nos propone que todo proceso simbólico,
ya sea un proceso intrasubjetivo o cultural, se estructura en el lenguaje,
por ejemplo: para comprender un contenido psíquico, es importante comprender
los procesos metonímicos y metafóricos implicados en los procesos asociativos;
y a nivel cultural, los ritos mágicos comprenden asociaciones homeopáticas y
asociaciones por contagio (que se corresponden con las relaciones por semejanza
y contextura respectivamente).
Ya que el texto es
indisociable del habla, lo étic nunca podrá desentenderse de los émic. Como
explica Mijaíl Bajtín, el lenguaje es siempre un proceso dialógico que
trasciende la esfera del lenguaje. Tras cada palabra se encuentra toda una
polifonía de voces que participan en la asunción del significado. Todo texto
tiene un sentido intencional e enterpelativo, pues toda voz no solo quiere
decir algo, además se da en respuesta a otras voces y espera la respuesta de
otras voces. Y en ello radica la ambigüedad y difusión de todo acto de habla,
pues encontramos en cada uno de los enunciados la superposición de un nivel semántico
y otro axiológico. Si el lenguaje se disocia de su dimensión valórica nunca se
encarna, nunca adquiere sustancia, pues la forma solo adquiere existencia
–significado- según la entonación particular que adopta en un contexto
específico (Bubnova, 2006).
Partamos explicando cómo
se integran los símbolos en un marco cultural. Si comparamos la dotación
biológica de los mamíferos recién nacidos, vemos que ninguna otra especie
depende tanto de su entorno para desarrollarse, el bebé necesita establecer una
relación con su madre para sobrevivir. Siguiendo el argumento de Vigotsky, el
lenguaje puede ser entendido como un instrumento mediador, que incorpora o interioriza las relaciones
interpersonales. En un comienzo el niño aprende por modelos, es decir,
observando la conducta del adulto, luego el chico puede realizar las acciones
con la guía del adulto, pronto puede realizar las acciones por sí mismo
repitiendo en voz alta o susurrando las instrucciones, y paulatinamente puede
desempeñar acciones independientes bajo la guía de sus pensamientos. Así
podemos establecer una íntima relación entre inter-acción social, lenguaje y
pensamiento. Siguiendo la senda de Humboldt, Herder, Sapir y Whorf, la lengua puede entenderse como el espíritu
mismo de los pueblos, pues es el lenguaje el que permite configurar la
cosmovisión y el ethos de una sociedad.
Berger
y Luckmann (2001)
teorizan que los seres humanos institucionalizan a través de generaciones sus
hábitos, y desarrolla un cuerpo de conceptos, teorías y valores que legitiman
dicho conocimiento, hasta que se integran en un universo simbólico, que
constituye el conocimiento de sentido común propio de una cultura. A su vez, la
distribución social de este conocimiento dependerá de la estructura social en
que éste se socializa. Aunque el ámbito de las instituciones puede ser mucho
más amplio que el de la religión, a través de la historia la religión siempre
se ha destacado como el más extendido y efectivo medio de legitimación. Este
éxito radica en su capacidad para relacionar las precarias legitimaciones de
primer grado con las legitimaciones de alto nivel de complejidad, es decir,
integrándolas en un universo simbólico.
Como ya se explicó, el texto y la experiencia, son los principales medios en
que se ha expresado la religiosidad en las sociedades racionalizadas.
Para muchos caminos
espirituales, los fenómenos subjetivos
son una piedra angular; lo vemos en la mística católica, en los movimientos
carismáticos, en la meditación vipassana del budismo, en el saboreo de la
realidad del sufismo y en muchos otros (Álvarez, Medina,
Alonso y Silva, 1998; Cornejo, 2001; Fadiman y Frager, 2001).
El sistema de creencia
objetivado por cada religión puede impregnar las experiencias cotidianas con su
realidad trascendente, para esto cada religión establece procesos
institucionales que garantizan la interiorización del universo simbólico en el
que se enmarcarán las experiencias. Pero con el proceso de deslegitimación de
la institucionalidad religiosa, la religiosidad se diluye y se hace invisible
(Luckmann, 1973). Esta crisis de la institucionalidad religiosa está
relacionada con una serie de grandes cambios en la sociedad, entre los más
importantes destacamos: la sustitución de instituciones tradicionales -basadas
en roles y funciones rígidas- por relaciones institucionales más fluidas,
descentralizadas y que muestran una mayor preocupación por el bienestar
integral y el desarrollo personal de quienes las integran (Heelas y Woodhead, 2008). Como la sociedad se
complejiza a un ritmo acelerado, el modelo oficial va cambiando y nos podemos
encontrar con un mosaico de modelos oficiales de realidad, así, cuando la
sociedad marginaliza la institucionalidad religiosa, promueve el retiro del
mundo sagrado desde la esfera pública a la esfera privada, santificando la
experiencia subjetiva de cada individuo (Luckmann, 1973). Cualquiera sea el
grado de desacralización del mundo, el hombre profano nunca logrará abolir su
religiosidad, solo que en vez de un “Mundo” se enfrentará a una infinidad de
lugares gobernados por mitologias camufladas y ritualismos degradados (Eliade,
1981). Así, vemos que esta disolución de las jerarquías religiosas ha
sobrevenido por ejemplo, en una amplia y difusa red de centros meditación,
técnicas terapéuticas, agrupaciones esotéricas, tiendas alternativas, y otro
tipo de servicios espirituales (Heelas y
Woodhead, 2008). Es incluso común encontrarse con buscadores
espirituales que practican simultaneamente prácticas aparentemente
contradictorias o que en una especie de “nomadismo religioso” pasan
constantemente de un camino espiritual a otro, es una religiosidad en movimiento contínuo (Cornejo, 2013).
Nietzsche (1891)
anticipaba que el desencanto del mundo reclamaría el advenimiento del
superhombre. Pero en vez de la llegada de un líder carismático, hoy vemos que
bajo el politeísmo de valores
cada persona debe elegir entre los distintos valores que vienen a personificar
a los “dioses o demonios” y tiene la responsabilidad de asumir las
consecuencias de cada una de estas decisiones (Gutierrez, 2006). Pero esta
elección no se trata de la búsqueda de un imperativo categórico universal, pues
lo que me funciona a mí no necesariamente le funcione a otro, por tanto cada
quien debe asumir una ética pragmática individualista y subjetiva: ¿Cómo me
hace sentir esto? ¿Será esta práctica para mi? (Cornejo, 2013). La sociedad
secular también asume esta misma ética, no se preguntan tanto si determinado
camino espiritual será perverso o recto, pues ello podría ser considerado una discriminación
contra un grupo cultural distinto, sino en qué medida los miembros de dichos
grupos reconocen voluntariamente los beneficios o perjuicios de dicha
disciplina en su bienestar personal
(Habermas, 2006).
La religiosidad en
movimiento es una gran revolución espiritual, y es actualmente una de las
principales fuentes de innovación cultural. ¿En qué radica este cambio tan
grande? Probablemente el cambio más importante es la transición a un nuevo
estatuto ontológico de la naturaleza frente al ser humano, que disuelve las
antiguas dicotomías, cuerpo-mente, natura-cultura, profano-sagrado, etc. en una
suerte de encuentro entre el estructuralismo y el constructivismo relativista.
Si consideramos lo
sagrado como experiencia numinosa, es decir, como una experiencia misteriosa y
heterogénea, o como un poder tremendum, amenazante y fascinante a la vez, en
suma, como una experiencia de orden sobre-natural (Otto, 1980), entonces
adquiere sobrerelieve la distinción naturaleza-cultura. Eliade (1981) cae
tempranamente en cuanta sobre la paradoja que implica toda hierofanía: mientras
que lo sagrado se manifiesta como una realidad totalmente diferente de lo
natural, al mismo tiempo puede seguir siendo parte del mundo natural. Para el
hombre religioso, “la Naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse
como sacralidad cósmica”, y en tanto el cosmos y el humano son obra de un mismo
acto primordial divino, lo sagrado puede coincidir perfectamente con lo natural
(Eliade, 1981; Eliade, 1993). Siendo más precisos, Descola (2013) identifica
cuatro modos de identificar lo natural y lo sobrenatural: en el animismo los no
humanos están dotados de vida interior igual que los humanos; en el totemismo
los humanos y no humanos comparten propiedades físicas y morales; en el analogismo
todos los seres son diferentes entre sí pero admite la existencia de
coherencias entre ellas; y en el naturalismo sólo los humanos tienen vida
interior.
Normalmente se discute
que en occidente se enfrentantan dos concepciones, el modelo naturalista contra
las visiones religiosas (Habermas, 2006), luego esto se ve reflejado en
oposiciones científicas, entre distintas teorías, unas más materialista que
otras. Pero cuando Descola descubre la existencia de diversas concepciones
sobre lo natural, queda de manifiesto que la confrontación entre naturalismo y
animismo solo responde sesgos culturales que intentan deslegitimarse
recíprocamente (Cornejo, 2010).
Pierre Bourdieu (1971) ha
analizado las religiones como productores de capital simbólico (conocimiento,
normas y símbolos) que estructuran y son estructuradas dentro de su campo
social mediado por los habitus. Cuando Bourdieu realizó
sus estudios en África, quedó patente como la visión natural del colono
desnaturaliza la del paisano para incorporarle o encarnarle el nuevo orden
natural, imponiendo lógicas de dominio corporal sobre la concepción natural
dominada. Esto implica que tras cada concepción de la naturaleza, se encuentra
un proceso histórico que se encarna o se incorpora en el cuerpo e interacción
de los agentes sociales, bajo la apariencia de disposiciones naturales o
innatas, y, que como tales, se transforman en principios reguladores y generadores
de las prácticas e ideologías de un campo social particular. Seguidamente,
podemos entender la encarnación
como aquellos procesos que permiten al sedimento social de símbolos
espirituales tomar una forma de un esquema corporal que posibilita la
configuración de marcos de sentido de interacción, es decir, situar la
inter-acción en un contexto histórico y cultural determinado (Galak, 2010).
Entonces ¿Cuál es la
relación entre lenguaje, cuerpo y cosmovisión? La configuración del contexto,
esto es, la cosmovisión en que se enmarcan las vivencias corporales también
responde a fenómenos intersubjetivos. Si para Ricoeur el lenguaje es metáfora
del mundo, para Bajtín el enunciado es la metáfora que se plasma en un cuerpo
en diálogo con el mundo. En Eliade (1981; 1993) toda experiencia numinosa
deriva de la reedición de actos primordiales de creación del cosmos. En dicho
acto comunicativo, el espacio-tiempo pasa simbólica y ontológicamente del caos
al cosmos, y el elemento santificado se transforma en un punto de referencia,
sobre el que se funda el axis, centro del universo. George Lakoff y Mark
Johnson (1999) ha desarrollado su teoría subrayando el papel de los procesos
metafóricos que permiten atribuir significados a partir de las distintas
inter-acciones corporales del organismo con su ambiente. Hay diversos ejemplos,
de como las nociones arriba-abajo, dentro-fuera, derecha-izquierda,
atrás-adelante, cerca-lejos, centro, equilibrio, pueden abstraerse de la
realidad, jugando un papel fundamental en la configuración de las cosmovisiones
(Lakoff y Johnson, 1999).
Así se puede entender el
resultado del estudio comparado de las cosmovisiones. Por ejemplo, tanto la
cosmovisión aymara sobre la pacha, como la cosmovisión mapuche sobre el mapu,
hacen una clasificación en niveles de realidad más elevados, centrales y más
bajos, llamados en el caso de los aymaras alaxpacha, akapacha y makapacha. También permite entender las diferencias cosmológicas a nivel de la unidad
narrativa. Por ejemplo, los occidentales ven el futuro como una progresión
hacia adelante, mientras que los aymaras ven el futuro en sus espaldas y el
pasado hacia adelante.
La íntima relación entre
la cosmovisión y las experiencias corporales, nos lleva a relativizar la
interpretación de las experiencias espirituales. Steven Katz (1978), afirma que
las experiencias místicas, al igual que otras experiencias humanas, se
encuentran mediadas y constituidas por el lenguaje. Esto significa que las
experiencias espirituales no tienen sentido fuera de las expresiones culturales
en que se producen y solo pueden ser comprendidas en el campo en que se llevan
a cabo. Por ejemplo, el cristiano “no
experimenta una realidad indeterminada que posteriormente etiqueta como Dios,
sino que experimenta cristianamente una imagen prefigurada de Dios”.
Pasando al siguiente
tema; más allá de las experiencias y el lenguaje hablado, el desarrollo de la
escritura ha significado cambios de grandes proporciones en la historia humana.
Se dice que el lenguaje escrito puede virtualmente independizarse del hablante,
adquiriendo un estatuto ontológico, de realidad, relativamente independiente de
las experiencias del escritor (Echeverría, 2005). Muchas manifestaciones
religiosas consideran el texto
como un elemento central de sus universos simbólicos: la cábala, el ímpetu
protestante por volver al evangelio, la visión islámica sobre el destino como
algo que “estaba escrito”, o la visión del dharma védico como ley divina,
suponen un simbolismo dispuesto principalmente en la esfera pública, de hecho
muchas vías espirituales tratan a los textos como si se tratara de un líder
carismático o como un maestro (Scholem, 1976; Ferrer y Sherman, 2008; Huete,
2009).
Producto de la anomia
surgida en la modernidad, muchas personas sintieron la necesidad de
reconquistar la añorada seguridad perdida con la disolución de la trama social
tradicional y encontraron en el texto sagrado el eje en torno al cual renovar
las bases prepolíticas de sus sociedades. Desde los fundamentalismos, el texto sagrado es una fuente de donde emana
una literalidad perfecta, apodíptica, inerrable y que por contraste es superior
a toda ley humana (Pace y Guol, 2006; Habermas, 2006; Kepel, 1991; Berger,
1967). También hay formas de fundamentalismo encubierto, su mejor es el Maoismo
(LGE, 2008), otro ejemplo más sutil es el movimiento liderado por Dawkins
(2006), que busca salir orgulloso a la esfera pública a defender su “ateísmo”,
pero una visión aguda revela que es un fundamentalismo panteísta que interpreta
la naturaleza en forma literal.
Como si Dios estuviera
buscándose revancha, vemos que en las últimas décadas, el fundamentalismo se ha
tomado la agenda internacional y política (Kepel 1991). El problema se presenta
cuando los fundamentalismos se enfrentan por el dominio de una esfera mismo
espacio de la esfera pública, pues no admitiendo distintas interpretaciones, el
choque de cosmovisiones pasa a un plano político de intolerancia.
Según Geertz (2003), la
religión es aquel “sistema de símbolos
que obra para establecer… estados anímicos y motivaciones… formulando
concepciones de un orden general de existencia y revistiendo estas concepciones
de una aureola de efectividad tal que los estados anímicos y las motivaciones
parezcan de un realismo único”. Esta definición resulta muy práctica para
comprender la confrontación entre fundamentalismos, es como si dos programas
computacionales con potenciales semáticos diferentes intentaran
infructuosamente leerse entre ellos, ya que el texto solo puede entenderse
íntegramente en el contexto simbólico en que ha sido escrito.
Aunque los
fundamentalistas no admitan otras interpretaciones, se les hace inevitable
admitir que su visión religiosa difiere de aquellos movimientos que realizan
una interpretación más “liberal” del texto, y por consecuencia, se encuentran
obligados, aunque sea para criticarlas, a entrar en dialogo con otras tradiciones.
Es entonces, en la traducción de sistemas cerrados de signos y en la
interpretación sobre interpretación, donde los fundamentos se vivifican entre
sí, llevando la palabra hasta una experiencia límite, donde los significados se
encarnan y se llenen de sentido (Huete, 2009). Ferrer explica como la
afirmación contextualista sobre que “no hay nada fuera del texto” derivó
inevitablemente en que los seres trascendentes solo tienen su vida como
entidades discursivas. Luego, ya que desde una perspectiva contextualista se
valora la perspectiva émic, el lenguaje religioso se comenzó a interpretar en
el contexto de su campo semántico. Y considerando que los círculos espirituales
suelen asumir la naturaleza sagrada de sus escrituras y como un resultado de la revelación o la
inspiración, la linguistificación de lo sagrado ha pavimentando el camino para resacralización del lenguaje. Pero
–según afirma Ferrer- no es solo el lenguaje “merece ser llamado sagrado, sino
más bien el lenguaje como constitutivo del pensamiento humano e inherentemente
expresivo de una creación sagrada a la que la humanidad y la cultura igualmente
pertenecen…”, no es el lenguaje abstracto, alejado de la realidad cotidiana,
sino una nueva espiritualidad encarnada y participativa (Ferrer y Sherman,
2008). En última instancia, la interpretación de los textos es también una
experiencia, es decir, la hermenéutica es también una fenomenología (Huete,
2009). Por estos motivos los derechos colectivos de un grupo religioso sólo
pueden afirmar si al mismo tiempo garantizan a los miembros individuales el
espacio necesario para que decidan reflexivamente entre apropiación, revisión o
rechazo críticos de sus doctrinas (Habermas, 2006).
Dado que los procesos transculturales son
esenciales para comprender los fenómenos de intolerancia, indagaremos un poco
sobre ello. Podemos definir los procesos
transculturales, como aquellos procesos de transición que se generan del
encuentro de dos o más universos simbólicos. Lo que resulta especialmente
pertinente considerando los procesos de colonización y poscolonización que ha
vivido nuestro pueblo latinoamericano.
Como ha explicado Boas
(1911) las principales causas de
innovación cultural se dan precisamente como producto de la difusión y el
contacto entre distintas culturas, solo luego, estas costumbres se vuelven
inconscientes a fuerza de hábito y se elaboran explicaciones complementarias.
Víctor Turner (1988) ha estudiado los procesos de transición cultural,
específicamente la liminalidad ritual.
Aunque Turner se ha concentrado en los rituales de pasaje entre dos
subuniversos de un mismo universo simbólico, nos serviremos de este mismo
modelo para explicar los fenómenos de transición de amplio alcance. Si
descomponemos un rito en sus unidades básicas, sus símbolos, veremos que
condensan un conjunto de significados que se encuentran difusos en ambos
universos simbólicos, otorgando cohesión a las relaciones lógicas entre los
distintos elemento del contexto. El símbolo adquiere sentido, mientras mayor
sea su campo semántico. A la vez, cuanta más información contiene un signo,
disminuye el campo de su complementaridad, la complejidad del
sistema comunicacional y la incertidumbre. Es por eso, que los ritos liminares
o de transición son tan importantes, ya que -como explica Turner- integran en
forma coherente las discrepancias semióticas y la ambigüedad propia del
pasajero entre el estado de separación y el estado de comunión.
La globalización, el
turismo, las telecomunicaciones, las migraciones, la expresión de los
marginados y la misma etnología son manifestaciones contemporáneas de nuestra
liminalidad, que dejan de manifiesto la enorme diversidad de nuestra especie
humana. Podemos decir que, en cierto modo, vivimos en un mundo liminar, donde
la homogenización y diferenciación, son procesos de ida y vuelta que funcionan
a un ritmo acelerado, haciendo de la religión y la espiritualidad fenómenos
cada vez más dinámicos e interactivos. El pluralismo cultural permite el
apilamiento de culturas superpuestas, como alternativas culturales que
cohabitan en un mismo espacio. La religión es parte de esta transmodernidad, en
cuanto deja de ser la institución tradicional por excelencia y se ubica en la
periferia del centro de hegemonía moderno, entrando en diálogo con otras
subculturas periféricas, como los movimientos antirracistas, anticoloniales,
feministas, ambientalistas, etc. sin necesidad de atravesar el centro de poder
(Gutierrez, 2006; Dussel, 1993; Berger y Luckman, 1996). En medio del
pluralismo imperante, y su consiguiente liminaridad, la crisis de sentido cobra
una fuerza inedita, y surge con ello la necesidad de apoyo estatal hacia
aquellas instituciones intermediarias que sin personificar actitudes
fundamentalistas hagan a sus miembros portadores de un pluralismo donde los
diversos valores no sean simplemente “consumidos”, sino que se encarnen
simbólica y vitalmente (Berger y Luckman, 1996).
La actitud hacia el otro
puede distinguirse de acuerdo al grado de diferenciación y el nivel de hostilidad;
en caso que predominen actitudes diferenciadas hostiles, se desarrolla una
configuración vincular llamada aculturación,
basada en el dominio de cierta visión de mundo sobre otra, lo que viene
acompañado de prejuicio y discriminación. Un espacio enrredado y hostil,
estructura una dinámica de sincretismo,
en que el universo simbólico subordinado incorpora subrepticiamente sus
significados en los referentes universo dominante. Una actitud amistosa
enrredada, da paso a la integración de las cosmovisiones, es
decir, a partir de los dos universos simbólicos se construye una nueva
cosmovisión, enfatizando coherencias entre ambos modelos culturales. Por
último, un espacio diferenciado amistoso, permite un vínculo de aceptación, empatía y respeto muto entre
las partes.
Autores poscolonialistas
como Enrique Dussel explican algunas de las dinámicas vinculares asociadas al colonialismo en
América Latina. Como es sabido, la colonia finalizó en América Latina durante
el siglo XIX, pero la lógica cultural del colonialismo persiste, manifestándose en todos los procesos de
modernización artística, económica, política y científica. De este modo, el
colonialismo no se expresa en la imitación de modelos europeos y sus medios de
producción cultural, como estrategia para acceder al poder. También se
manifiesta en la xenofóbia y en la invalidación de otros universos simbólicos,
así como en la lucha contra la humildad y pluralidad epistémica. El
conocimiento es producido en los centros de poder, para luego ser distribuido
hacia las periferias, que son consideradas como meras receptoras del
conocimiento, sin posibilidades de producir su propio patrimonio cultural.
Por otra parte, el
colonialismo traído hasta nuestros días bajo la lógica del consumo, ha generado
una antítesis latinoamericana
que intenta rescatar la sabiduría popular (teología de la liberación, el
espíritu libertario de Paulo Freire o Alfredo Moffat, o la biología del
conocimiento de Maturana). Este enfoque se corresponde con un esquema vincular
de aceptación.
Por otra parte, desde una
perspectiva de los pueblos originarios, las mismas culturas chamánicas en la
actualidad ya no son como las originales, debido a que han incorporado
elementos foráneos. Según Kreimer (1999) los chamanes andinos, incorporan activamente elementos ajenos a su
cultura interpretándolos desde sus propios esquemas referenciales. Esta
es para ellos una estrategia que facilita la preservación de su cultura. Lo que
da cuenta del proceso de sincretismo que ha caracterizado la religiosidad en la
mayor parte de América Latina, por ejemplo, es bien conocido el sincretismo
entre la Pacha Mama y la Virgen del Carmen.
En cuarto lugar, se debe
mencionar importantes esfuerzos de integración desde distintas aristas. Al
respecto, Roger Walsh (2009) ha escrito sobre los problemas de comunicación
entre culturas de distintas latitudes y épocas, se pregunta “¿Cómo adaptar la
forma sin distorsionar la esencia del mensaje?”. Para conseguirlo se requiere un proceso recursivo:
transmitir las antiguas enseñanzas en
nuestra cultura y usar la ciencia moderna para refinar estas enseñanzas,
en otras palabras un proceso de integración. Para que pueda gestar esta
transmisión de sabidurías Walsh cree que se necesitan “intermediarios
gnósticos”, esto es, personas que cultiven una disciplina espiritual propia de
otra cultura, que domine su sistema conceptual y pueda traducir la sabiduría.
Una forma ha sido
introducir la espiritualidad en la cultura popular y de mercado. El
neochamanismo es un movimiento occidental surgido en América durante las
últimas décadas, que está interesado en la reedición de antiguos ceremoniales
indígenas utilizándolos como métodos de las llamadas medicinas alternativas.
Por lo general, las personas que las practican experimentan con plantas
alucinógenas y prácticas esotéricas. El neochamanismo ha pasado a formar parte
de la cultura popular de mercado y la nueva era, lo que se ha materializado en
el éxito de venta de libros de ficción y autoayuda basados en el chamanismo, o
la promoción del turismo chamánico, entre otros artificios comerciales. También
existen importantes esfuerzos por integrar la cultura chamánica en el mundo
académico.
Sin menospreciar los
esfuerzos de los investigadores por comprender el significado de los símbolos,
no se debe olvidar que el lenguaje no solo debe tener una función utilitaria,
con esto se quiere decir que los símbolos no necesariamente deben ser
interpretados para servir como orientaciones de acción. Recordamos que Jakobson
(1974) describió a lo menos seis funciones del lenguaje: emotiva, conativa,
referencial, metalingüística, fática y poética. Ante la crisis de la
religiosidad tradicional, muchos miembros del movimiento transpersonal buscan
nuevas funciones de la expresión espiritual, ya sea en la expresión artística o
simplemente en el silencio.
Como reflexión, antes de
finalizar este apartado, solo me queda destacar la extraordinaria contribución del
encuentro intercultural a la psicología transpersonal y la importancia del
símbolismo en la espiritualidad humana.
BIBLIOGRAFÍA
http://vidaculturaycosmos.blogspot.cl/2017/02/bibliografia.html
BIBLIOGRAFÍA
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