Rodrigo González, 2017.
Estados convencionales de conciencia en vigilia
No es menos peliagudo el
estudio de los estados de conciencia por el hecho de ser convencionales. A
pesar de ello, muchos valientes aventureros se introdujeron al tema por medio
de la introspección y la fenomenología. Posteriormente se sumaron los esfuerzos
y análisis de otras disciplinas como la
neurología, la lingüística, la inteligencia artificial y la física.
La palabra conciencia
(Pinillos y Yela, 1983) proviene del latín conscientia que significa
“con-conocimiento” o “conocimiento-con”, de la que se derivan seis acepciones convencionales:
1. Evaluación moral de
los actos e intenciones.
2. Darse cuenta o
percatarse de algo, que antes se desconocía.
3. Estado de vigilia o
lucidez, por oposición al sueño o el desmayo.
4. Conjunto de contenidos
mentales.
5. Experiencia subjetiva
que deriva de una vivencia de identidad.
6. Discernimiento
reflexivo.
Pero más allá de su definición
es importante comprender cual son sus funciones (Pinillos y Yela, 1983). Han
abundado las clasificaciones al respecto, en particular, me remití a las
clasificaciones de Jung y James, considerando la relevancia de dichos modelos
en el campo transpersonal (James, 1989; James, 1909; Jung, 1994; Jung y
Wilhelm, 1961). Sin embargo, no me limitaré a ello, más apelaré a ellos como
heurísticos en un contexto más amplio concerniente al tema.
En la presente sección
dividiré la investigación al respecto en cuatro grandes procesos
interrelacionados:
-
Experimentación
(atención y percepción conciente),
-
Introyección
(memorización, evocación e identificación),
-
Proyección
(valoración, atribución causal, planificación y metacognición),
-
Participación
(realización, interacción social y habituación).
Por una parte, los
procesos de interiorización y proyección son procesos que se generan en el
espacio interno de cada ser humano y en conjunto permiten desarrollar las
dinámicas internas de los pensamientos, intuiciones y sentimientos. Por otra,
los procesos de partipación y experimentación se generan gracias a la
interacción del ser humano con su medio.
Mientras que los procesos
de experimentación e interiorización permiten la integración de la
personalidad, mediante la introyección de superestructuras. Los procesos de
proyección y realización facilitan la diferenciación de la personalidad,
mediante la realización valores y la satisfacción de necesidades del sujeto con
su entorno.
Me resulta práctico
clasificar los estados de conciencia en tres niveles de complejidad: La
habituación y la experimentación corresponden a una forma particular de
aprendizaje que puede desarrollarse a nivel preconciente, una especie de
conciencia ingenua. Si a estos
procesos se integran los de interiorización, valoración y planificación se
desarrolla una conciencia de nivel práctico que es la forma más ordinaria de conciencia. Pero si a
esto se le añaden los procesos de metacognición, interacción social y
realización se origina un estado más complejo de conciencia llamada conciencia crítica.
Revisemos algunos
antecedentes de la investigación respecto a la conciencia ingenua.
Los estructuralistas
estudiaron la conciencia, a semejanza de los químicos, descomponiendo los
elementos que componen las experiencias perceptuales. Partieron estudiando una serie de sensaciones elementales (sabores,
colores, temperaturas, etc.) que al sumarse forman procesos mentales más
complejos.
Desde el funcionalismo,
William James (1905) argumenta que existe una estrecha relación entre la
conciencia experiencial y la adaptación, puesto que el sistema perceptual debe
calibrar su discriminación sensorial según los estímulos que reciba del medio.
Como explica James, la conciencia experiencial atiende o está a cada momento dirigida sobre algún contenido, ya sea una señal interna o
externa. Sin embargo, la conciencia no es un agregado de contenidos, más bien
es un fluir continuo de cambios que asocia
sutilmente cada uno de los contenidos según un tono subjetivo en común
por medio de una serie de estados transitorios de conciencia, que establecen
relaciones lógicas entre los contenidos.
Como explica la gestalt,
la percepción es más que un agregado de
elementos y está dada por el campo en que está inmersa. Por ejemplo, Max
Wertheimer demuestra como diferentes elementos de un campo, como, la percepción
de dos luces que se encienden y se apagan sucesivamente se integran causando la
ilusión de movimiento en el espectador (Dennet, 2007).
Kohler (1963) colocó
chimpancés en un recinto donde se había colgado un plátano desde las alturas y
se habían dejado un conjunto de varillas. Al comienzo el simio daba saltos o
usaba una varilla para intentar sin éxito alcanzar el plátano. En cierto
momento, el animal tuvo un insight,
ensambló dos varillas para formar una varilla más larga y la usó para sacar la
banana desde lo alto. Según Kohler, el animal motivado por la satisfacción de
una necesidad reconfigura su campo
perceptual, enlazando elementos que hasta el momento había percibido
como separados. Teóricamente, realizó una apercepción, donde se reconfigura de
la relación figura-fondo, de manera que adquieren pregnancia aquellos elementos
que facilitan la satisfacción de necesidades.
Kohler luego descubrió
que el insight no se daba cuando las varillas y la banana estaban lo
suficientemente distantes como para requerir dos percepciones sucesivas. Kohler
concluyó que el mono no es capaz de conservar la representación mental de la
varilla cuando no se encontraba en su campo perceptual, faltaba lo que Piaget
denomina constancia de objeto.
Hasta el momento hemos
descrito un modelo de conciencia ingenua o conciencia primaria basado
principalmente en la experimentación y la habituación, un modelo que puede
aplicarse indistintamente a humanos y animales, pues los animales viven un
presentismo en incesante cambio y sin puntos de referencia inalterables sufren
dificultades para proyectar o abstraer (Edelman y Tononi, 2002)
Introduzcámonos ahora a
los estados ordinarios de conciencia.
Como explica Alfredo Moffatt
(2011) si realizamos un ejercicio de actualización perceptual, nos daremos
cuenta solo existe el presente. Es este presente el que nos evoca recuerdos, pero los recuerdos
contienen historias inconclusas y como bien sabemos nuestro sistema perceptual
tiende completar las figuras para darles sentido.
La sustitución de los
objetos perceptuales por signos permite traer al presente el espectro de los
objetos pasados, la llamada representación
(Moffatt, 2011), y luego los estados transitorios
de conciencia permiten establecer relaciones lógicas entre estos
distintos contenidos (James, 1989). Entonces, la evocación se convierte en un
ejercicio esquemático de construcción
explicativa, por medio del cual la memoria crea categorías, secuencias,
seriaciones y otras relaciones lógicas entre los contenidos. Esto genera la
vivencia de un transcurrir de recuerdos (Bruner, 1998). A su vez, un sistema de
signos sedimentado producto de la interacción social, se transforma en un punto
de referencia que otorga un sentido de continuidad a la vivencia de
transcurrir, y junto con esto el sentido de orientación tempo-espacial (Berger y Luckman, 2001).
En medida que necesitamos
o nos vinculamos con un determinado contenido (sea material, social o mental),
este pasa a conformar parte de nuestro yo empírico o autoconcepto; en palabras
de James, lo que cada hombre considera perteneciente a sí mismo o parte de su
vida. Como explica Gilbert Gimenez (2007) la identificación es el principal mecanismo que le permite al ser
humano marcar una frontera entre el yo
y el otro. Gimenez explica que la identidad se constituirá por la
apropiación de distintos repertorios culturales: en primera instancia en el
ámbito familiar, la tarea del ser humano es diferenciarse de la figura primaria
de apego, luego distinguirse según una familia, un género, una etnia, un
estrato social, una ocupación, etc. Ya que mientras mayor sea la cantidad de
círculos de pertenencia que se crucen en un mismo sujeto, mayor será su grado
de diferenciación. La identidad logra apropiarse de dichos contenidos en medida
que el sujeto se transforma en un actor social perteneciente a ciertas
categorías o grupos, y desarrolla atributos ideosincráticos o históricos, que
puedan ser reconocidos por otros. Ahora, es necesario aclarar que si bien la
identidad incorpora contenidos culturales como marcadores de fronteras, no son
estos contenidos los que definen la identidad sino que la facultad del sistema
de mantener fronteras que lo distingan de otros.
El sistema perceptual se
encuentra ante un déficit informacional, delante del que se despliega una
vorágine de posibilidades (Moffatt, 2011). Entonces el ser humano, ante la
necesidad reducir la incertidumbre, etiqueta, valora y realiza atribuciones causales, construye proyectos. Estas son distintas formas en que la conciencia
logra relacionar lo interno con lo externo, es decir, proyecta lo interior en
el mundo externo.
Además, como explica John
Turner y Henri Tajfel (1979), el sujeto en su esfuerzo por definir su identidad
(auto-categorizarse) termina clasificando todos los elementos de la realidad en diversos niveles de abstracción. Y en consecuencia, la identidad (en sus
diversos niveles de análisis) se transforma en el fundamento de los procesos de
atribución causal y etiquetamiento, otorgando mayor
predictibilidad al sistema psicosocial.
Al mismo tiempo, a medida que aumenta la posibilidad de predecir surge
posibilidad de planificarse.
Según Zuazua (2001) el proyecto es una necesidad que se
concreta en una meta a alcanzar y una planificación estratégica
correspondiente, es la acción en potencia presente en la conciencia por
anticipado. Implica una serie de procesos interrelacionados, entre los que
destaco la atribución causal y las expectativas de eficacia y de resultado.
Moffat (2011) agrega que en cierta medida todo proyecto también es una
proyección de recuerdos, que se resignifican a medida que se futuran nuevos
proyectos. Luego, de la capacidad de distinguir la consecuencia de la conducta
emerge la facultad de valorar.
Según Lazarus (2000) existen
dos procesos de valoración. El
primero apela a la valoración sobre la relevancia que posee un determinado
evento o contenido en relación a los compromisos o valores que tiene esa
persona. La valoración secundaria es un proceso centrado estimar cuales son los
medios más adecuados para enfrentar distintas situaciones. El proceso de
valoración también se encuentra relacionado con la ejecución de juicios
morales. Por ejemplo, Haidt describe como
el sujeto valora intuitiva y afectivamente las acciones, apelando a un conjunto
de virtudes culturalmente prescritas. Luego, en segunda instancia, la persona
intenta justificar su juicio recurriendo a “teorías morales a priori”, un
conjunto de normas suministradas culturalmente para evaluar y criticar el
comportamiento (Haidt, Bjorklund y Murphy, 2010).
Ahora recurriremos a
Paulo Freire (1965), quien lleva la conciencia un paso más allá,
circunscribiéndola al ámbito cultural e histórico, específicamente en el
proceso de la transformación social de
la realidad.
La conciencia no es
meramente un fenómeno contemplativo, la conciencia es también ejecutiva pues
emerge de la acción (Pinillos y Yela, 1983). Como diría Brentano, la conciencia
es eminentemente intensionalidad.
La conciencia crítica es
un proceso de reflexión-acción-reflexión,
que se logra por medio del proceso de concientización, que consiste en un
dialogo horizontal y debate fundamentado, por medio del cual se revisan y problematizan en profundidad diferentes
interpretaciones sobre la realidad. Luego, el sujeto realiza acciones
participativas derivadas de dichos diálogos, para finalmente reflexionar sobre
dichas experiencias (Freire, 1965).
Gracias a los procesos
metacognitivos (Flavell, 1985) el individuo puede tomar conciencia respecto a
sus procesos cognitivos y regular dicho funcionamiento. Ya Vygotsky (1964) y
Bandura (1987) habían advertido esta competencia del pensamiento, estableciendo
una íntima relación entre la autoregulación, el lenguaje y la mediación socio-cultural.
La concientización, al
poner entre comillas la realidad abre las puertas a la reflexión sobre las
pautas de interacción social, los propios procesos internos y los mismísimos
fines hacia los que se dirige la existencia humana. Este último punto es
importante, pues no solo se abre la reflexión sobre el propio funcionamiento.
Recordemos que -según Frankl- el núcleo espiritual es teleológico pero
relativamente inconciente, siendo necesario un elevado nivel de conciencia para
entrar en un diálogo reflexivo sobre el sentido de la vida. Siguiendo a Jorge
Millas (1962) el espíritu no es solo “el grado de conciencia ética y de
conocimiento que alcanza el hombre en cada momento frente a sí mismo y frente
al mundo”, sino también “la participación activa del hombre en el hacerse de su
vida mediante una toma de conciencia que, sostenida por el conocimiento y la
valoración, le permita interpretarla y dirigirla”.
Jung clasifica las funciones psíquicas en cuatro:
Percibir, Pensar, Intuir y Sentir (Jung, 1934). La percepción se corresponde tal
cual con nuestro modelo. El pensamiento se relaciona con los procesos
introyectivos, especialmente la evocación e identificación. La intuición con
los procesos de proyección temporal. Y el sentir con los procesos de valoración.
Según explica Jung, estas
funciones pueden ser tanto concientes como inconcientes dependiendo de la dinámica inconciente compensatoria. En
el caso ideal, un sujeto individuado dotaría a cada una de las funciones de la
misma cantidad de energía psíquica, ejerciendo las cuatro funciones en igual
proporción. No obstante, por lo general, una persona tiende a sobre dimensionar
alguna función por sobre otra. Por ejemplo, puede estar conciente de sus
pensamientos pero no de sus sentimientos (ver imagen). En este sentido se
distinguen contenidos: concientes, inconscientes asequibles, inconscientes
mediatamente asequibles e inconscientes inasequibles.
En este punto es
necesario aclarar que desde esta perspectiva se debe entender al Yo y su
consiguiente sentido de mismidad y voluntad como un complejo más, y como tal,
regido por el funcionamiento arquetípico y la dinámica colectiva. La autonomía,
la facultad para consumir la energía psíquica, el dominio y la dirección de la
conciencia, son propiedades del complejo, siendo a la par las propiedades por
excelencia del Yo, pero no es un complejo cualquiera, más bien es un tipo
especial de complejo, pues con este nos identificamos.
La misma conciencia que
nos sumerge en la ilusión, puede en otra etapa elevarnos espiritualmente. En
última instancia, la concientización puede involucrar al núcleo más íntimo del
ser humano en dinámicas de participación espiritual cada vez mayores, que
abarcan esferas vinculares de pertenencia cada vez más amplias y profundas y la
actualización de proyecciones temporales cada vez más distantes, pasando por el
individuo, el grupo, la humanidad y hasta implicar al cosmos en todo su
infinito y eternidad. Finalmente la conciencia se puede liberar por completo de
su identificación con el Yo y comprender que la “realidad” es solo una
construcción, una ilusión colectiva (Wilber, 2005).
BIBLIOGRAFÍA
http://vidaculturaycosmos.blogspot.cl/2017/02/bibliografia.html
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